La envidia es un bicho venenoso: se esconde, se agazapa y nos susurra cosas con un malestar de gripe que oprime el esternón. Uno cree que va por la vida haciendo lo mejor que puede y de repente aparece un puñetazo, una comezón sorda que deja un regusto amargo ante el brillo, el talento reconocido, el disfrute, los milagros y la fortuna de otros.
El diccionario, con su deseo quirúrgico, la llama “tristeza o pesar por el bien ajeno”, como si fuera una enfermedad del alma. Y en cierto modo lo es, porque se cuela por el pensamiento y nos oprime la bondad.
La envidia es fea, suena sucia y, como la vergüenza, repele la luz. Por eso a veces tratamos de disfrazarla con comentarios malsanos, con juicios demoledores. Decimos que fulano ha tenido suerte, que mengana no se lo merece, que todo es cuestión de contactos, que a nosotros no nos pasan esas maravillas. Lo que sea con tal de no admitir el pesar de sentirnos insuficientes. Esa falsedad con la que casi todos cargamos.
Pero hay otro matiz de la envidia. Una sin colmillos. Un deseo de disfrutar algo sin que el otro tenga que caer para que nosotros subamos. Y, sin embargo, sigue sin estar bien vista. Quizá porque el idioma no ha sabido darnos una palabra que nombre esa forma sana de envidiar, ese anhelo limpio que nos impulsa en vez de hundirnos.
Así que propongo una: buenvidia (grace-envy).
La buenvidia (grace-envy) nos permite desear sin rencor, aprender sin resentimiento, dar un vistazo a lo que anhelamos sin necesidad de destruir a quien ya lo tiene. Se trata de un querer sin codicia. Es ese anhelo que se asoma cuando vemos algo hermoso y, en lugar de herirnos, nos ilumina. No se trata de resentir lo ajeno, sino de verlo como prueba de lo posible.
La buenvidia (grace -envy) convierte la envidia en inspiración. En lugar de intentar expulsarla (misión imposible), podemos enseñarle a aplaudir y así cultivar la fe en el bien mayor.
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