San Francisco y la cuarta dimensión del Libro Grande.

Viví  mucho tiempo en Mérida (la de Venezuela) una ciudad asentada en un vallecito y custodiada por impresionantes montañas que inician hacia el Sur la cordillera de los Andes. Recuerdo que mis hermanas, cuando me visitaban,  se asombraban de que yo pudiera ir a clases o a trabajar en vez de quedarme alelada mirando los picos, la niebla o los bellísimos glaciares.

Ilustración de Aureliano Contreras
Ilustración de Aureliano Contreras

Ahora, vivo en Minnesota, una región conocida por los muchos lagos que tiene y, también, por pasarse buena parte del año con fríos que -francamente- no son para gente. Sin embargo, los lagos valen la pena y para disfrutarlos siempre trato de irme por los caminitos que los rodean. Claro, igual  muchas veces los apuros cotidianos me distraen y veo-sin-ver los lagos como me pasaba con el majestuoso pico Bolívar en Mérida.

Pues bien, ahora que estoy aprendiendo a vivir en el presente y  que poco a poco la meditación diaria me enseña a valorar el increíble privilegio que es respirar profundo,  algunas veces me sorprende ese asombro del vistante  que mira con ojos nuevos. Eso lo llama el Libro Grande de AA (en su pág 34)  “vivir en la Cuarta Dimensión.”

“Descubrimos, por así decirlo, el paraíso y fuimos propulsados hacia una cuarta dimensión de la existencia, como jamás la hubiéramos podido imaginar.

El hecho importante consiste simplemente en esto: Tuvimos y conocimos una experiencia espiritual profunda y eficaz que revolucionó nuestra actitud hacia la vida, hacia nuestro prójimo y todo lo que concierne a Dios”.

Hoy me pasó. Venía de mi meditación y de pronto veo  el retrovisor y la imagen del lago (por el que ya había pasado hoy dos veces) me centelleo con una emoción que apenas puedo explicar. Casualmente, una ahijada del programa de CoDA  hoy compartió conmigo que en Caracas un grupo de aves raras se le acercaron y el sentimiento que ella describió fue más o menos lo que sentí con la imagen del lago.

Algunas veces estoy agradecida de que mi necesidad de recuperación haya obligado a una descreída como yo a buscar y -en medio de mi rampante ignorancia religiosa-  quizás compartir ese sentimiento profundo de unidad con todo. Tal como Rubén Darío representó a San Francisco de Asís en “Los motivos del Lobo”:

“todas las criaturas eran mis hermanos:
los hermanos hombres, los hermanos bueyes,
hermanas estrellas y hermanos gusanos”.

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