A veces aprendemos en nuestros hogares de origen que preocuparse es considerado, correcto y hasta obligatorio. La verdad es que cuando me preocupo, me es imposible estar en el presente y por tanto se me escapa mi reconexión espiritual y se alborotan las voces de la codependencia que quieren salir al rescate.
Hace no mucho, escuché en una reunión de meditación una historia que me recuerda el sinsentido de preocuparse. La contaba una muchacha respecto a su abuela. Resulta que la hermana de esta chica se fue de viaje en un crucero. Cuando regresó vino cargada de regalos, varios de ellos para su abuela.
El viaje parece que fue muy relajante y todos la pasaron de lo mejor. La viajera venía de excelente humor y con un bronceado que en estas tierras (vivo en Minneapolis) no son muy comunes en enero. Pues resulta que cuando la abuela la vio, tan contenta y doradita, se acordó que la muchacha estaba de viaje a lo cual exclama:
-“¡Mija! ¡Es verdad que estabas de viaje! ¡A mí se me había olvidado!”-
Entonces dándose una palmada en la frente como para despertar sus viejos hábitos finaliza:
– “¡Lo peor es que se me olvidó preocuparme por ti esta semana pasada!”