Para mí, lo más problemático que tiene la comprensión de la sobriedad emocional es la intuición popular de que estar sobrio emocionalmente significa no experimentar sentimientos extremos o estar en un perenne e inalterable estado de armonía y aceptación. En mi experiencia ha sido todo lo contrario.
Al igual que con otras sobriedades, una vez que ya uno no está “usando” tiene que lidiar con los sentimientos y realidades internas que la “sustancia” ocultaba. Tiene uno que crecer emocionalmente.
Estar “sobria emocionalmente” ha supuesto para mí sentir con honestidad sentimientos que fueron muy censurados en mi infancia como los celos o la envidia. Admitir que tengo reacciones inmaduras y no disfrazarlas culpando a otros. O que a veces me provoca tirarme al piso como una criatura de dos años con una pataleta o meterme debajo de la cama como si viniera “El Coco”.
¿Cómo sé que estoy sobria? porque mis sentimientos no son mi brújula: no determinan lo que hago. Al mismo tiempo, porque puedo vivirlos con autenticidad sin evitarlos. Al contrario, por incómodos o dolorosos que sean, trato de darles la bienvenida y estudiarlos con amorosa curiosidad.
Sé que estoy sobria porque no “reacciono” y (generalmente practicando la pausa que mencioné en mi post anterior) permito el espacio para que una vez que los sentimientos vuelvan a su cauce, yo pueda ver lo que sea para el mayor bien.
Sé que estoy sobria porque recuerdo practicar los principios y los antepongo a las personalidades.
Y, por último, debo decir que sé que estoy sobria porque si todo esto se me olvida, al menos recuerdo ponerme en contacto (en una reunión, por un mensaje o en una llamada) con la gente que me lo recuerda. La codependencia, como toda adicción también es una enfermedad de la memoria.