Dicen que todo el que se muere es bueno. Debe ser porque los obituarios o recordatorios funerarios suelen enfocarse en lo bueno del fallecido e ignoran sus pequeñeces y miserias. Yo no creo que sea un acto de hipocresía sino que en momentos así nuestra memoria se alimenta con la nostalgia que la pérdida produce. Bajo esta luz, lo despreciable pasa al área sombreada y se ilumina la parte hermosa de las pasiones, logros y talentos del que se ha ido.
Entonces escribir un obituario sin que la persona haya muerto es como comer sin hambre… falta una pieza fundamental y esa pieza es la generosidad a la que obliga el dolor. Sin embargo, mi mamá (que leyó conmovida la nota que escribí por la muerte de mi única tía, su hermana) me ha pedido que – si voy a escribir algo por su muerte – lo haga ahora para que ella pueda “disfrutarlo en vida”, aunque -en realidad- a ella no le interesa lo que yo escribo y ¡que quede claro! me prohíbe que escriba nada tras su muerte.
Diría yo, este pedido -en sí mismo- retrata el genio de mi mamá: su voluntad, fantasía y candor para tratar de controlar las percepciones ajenas mientras las desdeña. ¡Así son los artistas! Me tomó mucho tiempo y algunas lágrimas entender esto pero si algo es innegable es que mi mamá ha sido la gran maestra de mi alma.
Pero centrémonos en este improbable ejercicio de obituario. Una de las cosas que más admiro de mi mamá es la claridad para saber su propósito en la vida. Mi mamá es una artista y su obra es ella misma. Su tarea de presentarse al mundo en una versión que es original, imaginativa, sorprendente y placentera ha sido un trabajo que ella ha cultivado con exquisitez toda su vida. El maquillaje, la ropa, los accesorios y los perfumes han sido su paleta. Su habilidad para coser, tejer, confeccionar, pintar y transformar, su artesanía.
La velocidad con la que el derroche y la sobriedad de medios se mezclan en sus creaciones es fuente de un intenso placer plástico al que muy pocas personas pueden resistirse. La naturalidad y fluidez con la que se “pone en escena” pondrían verde de envidia a la mismísima Coco Chanel, quien por cierto, como mi mamá, hizo de la moda su manifiesto de resistencia.
Sin embargo, esta devoción por la apariencia no se nutre de la frivolidad sino de la rebeldía. Del rechazo por la fealdad que en algún momento quisieran imponerle como herencia de huérfana pobre que fue. Mi mamá ha probado irrefutablemente que tal fealdad es sólo indigencia de la imaginación. Y así construyó la más grande paradoja de su vida; rechazando con toda su actuación el “mal arreglarse” que se asocia con la pobreza, mi mamá -una comunista comprometida de toda la vida- ha hecho revolución entre la revolución de su época. Bien dicen que Dios vive en las paradojas.
De mi mamá también aprendí el amor por las palabras y por las historias. Aunque es una idólatra de la corrección en la expresión también -cual Paulo Freire- es profundamente humanista al escuchar y validar la voz del cualquiera por humilde que sea su procedencia e incorrecta que resulte su forma.
Pero sobre todo, mi mamá es la gran cuenta cuentos. Es imposible tener una conversación eminentemente práctica con ella pues el cuento es la sustancia y objetivo de su comunicación. Olvídese usted de querer concretar una fecha, un monto, un dato por simple que sea, si en medio hay un cuento que echar. Bajo ninguna circunstancia mi mamá va a despreciar la oportunidad por la mísera satisfacción de resolver algo. ¡No señor! El cuento es primero y mi mamá nunca ha sido ninguna inconsecuente con sus amores.
Hace poco, me echó un cuento de una sopita que ella le brindó a un abuelo cuya hambre le puso en perspectiva una contrariedad que estaba pasando. Ese cuento es tan bueno, tan conmovedor y tan revelador de la sensibilidad de mi mamá (quien para mayor singularidad, sabe pasar hambre sin ningún problema) que no voy a osar reproducirlo. Lo menciono solamente porque cada vez que lo recuerdo me trae lágrimas de dulzura y esperanza.
Pues bien, si mi mamá no estuviera entre los vivos, quizás yo tendría acceso a numerosos ejemplos de su buen corazón de revolucionaria, pues yo crecí oyendo los cuentos de persecución política que sufrimos como familia, cuando yo era apenas una bebé. O de su capacidad de sacrificio por los ideales, de su sensibilidad musical, de su perseverancia con los instrumentos, de su cultura como cantante y poeta y de su asombrosa, casi mágica, habilidad como jardinera, pero ¡lo dicho! la última palabra no aparece hasta que la memoria recibe el latigazo de la ausencia.