La tía Emma y el zorro

Mi tía Emma es una de mis referencias importantes sobre amor sin frenos, sin prejuicios, sin miedo al qué dirán o temor al ridículo.

Ayer me levanté tempranito y, como siempre, primero salí a abrirle la puerta a mi perra para que hiciera pipí. Entonces, en la penumbra pero muy cerquita de la puerta, estaba un zorro que apenas nos vio, salió corriendo hacia el bosque.

Vivo en Minneapolis, en uno de los suburbios rodeados de lagos y tengo el privilegio de que mi patio bordea un bosquecito en el que no es raro que se vean venados, pavos y patos salvajes. Es la tercera vez que veo al zorro, pero es la primera vez que lo veo tan cerquita de casa.

Iba yo a hacerme un cafecito cuando vi un mensaje de una de mis hermanas. Así supe que mi tía, la única tía que conocí, “pasó de un sueño a otro” como decía el texto suavizando amorosamente la noticia.

Mi tía Emma ya se fue a reunir con mi amado primo Néstor, quien la antecedió por uno de esos reversos incomprensibles que hizo que esta extraordinaria mujer experimentara todo el rango de las emociones, incluso la pérdida de su hijo.

Mi tía Emma, una de mis referencias más importantes de cómo mostrar amor sin frenos, sin prejuicios, sin miedo al qué dirán o temor al ridículo, porque para ella el amor y la gozadera, el bochinche y proteger a quien lo necesitara eran siempre prioridades.

Mi tía Emma quien, como mi mamá, fue huérfana y bien tempranito en su difícil vida decidió que no hay terapia como el baile y las sopas, sin olvidar un cafecito bien colao y unos chocolates que nunca sobran.

Mi tía Emma que apenas llegaba a una casa en la que íbamos a pasar un rato, fuera de confianza o no, se las arreglaba para darse una ducha y salir fresca y olorosa a recién bañada. Con el tiempo, yo aprendí que era un medio muy efectivo para clasificar a la gente que merecía la pena volver a visitar (quienes le celebraban la “confianza”) y quienes no: los que se incomodaban con su frescura.

La maestra Emma como la conocen millares (y no exagero, son miles) de alumnos y padres que se beneficiaron de su energía, talento y generosidad.

Antes de los tiempos de psicopedagogas (como mi hermana Aimara y yo resultamos ser) mi tía tenía la fórmula para cualquier necesidad especial: consistencia, diversión y amor sin tregua. El niño o niña que no aprendiera a leer con mi tía estaba certificado que no aprendería a leer. Punto.

Sin embargo, no recuerdo a alguien que derrotara la fama casi mítica de mi tía en esa materia. Tarde o temprano a fuerza de mostrar con el ejemplo que a ella no la cansaba ningún pesimismo, diagnóstico o mala noticia, los chamitos y chamitas terminaban enamorándose de los libros, de las posibilidades de soñar buenas vidas y de “aprender jugando”, como se llamaba su hogar, que era la escuela que ella ponía a la orden del que se dejara y que es uno de los lugares sagrados en mi corazón en donde aprendí amor y generosidad.

En las escuelas de la zona donde estaba la escuelita de mi tía,  llegaron a respetarla con ojos cerrados: niño que viniera de las enseñanzas de mi tía tenía cupo garantizado porque las maestras sabían que les llegaría un niño no sólo con destrezas superiores a las esperadas para su grado sino también con un apetito enorme por ayudar, como era inevitable contagiarse cuando uno estaba con mi tía.

Esta brillante mujer, en el sentido más encandilante de la palabra, también enseñó a leer a muchos adultos pues, como mi mamá, ella tomaba el analfabetismo como una ofensa personal.

La labor de amor de mi tía no paraba en la enseñanza escolar. Ella también enseñaba valores y solidaridad en acción. No importa las dificultades que la vida le pusiera (que no fueron pocas) en casa de mi tía había un plato de comida para el que lo necesitara y me atrevo a adivinar que una gran cantidad de sus alumnos fueron “becados” no sólo de la exigua matrícula con la que mantuvo con gran decoro a su familia, sino también ayudados  con desayunos y uno que otro almuerzo pues no había algo que indignara más a la maestra Emma que la idea de alguien pasando hambre.

Mi tía también se adentraba con su frescura en el mundo espiritual. No quiero dejar de mencionarlo porque aunque es algo muy íntimo de la familia, yo sé que no somos pocos los que nos beneficiamos de sus consejos, inmensa fe e increíble energía e intuición.

Hasta en los vicios, mi tía fue una de las personas más generosas que conozco. En cierto momento de su vida, le dio por jugar caballos y loterías lo cual la metió en más de uno de sus disparatados y deliciosos líos. Sin embargo, sus sueños de tener eran exclusivamente para dar.  Le gustaba la navidad especialmente para imaginarse repartiendo a sus cariños las cosas más necesarias y las más exuberantes porque mi tía conocía a fondo el poder de la imaginación y la alimentaba con todo su ser.

Estuve con mi tía este año, a mediados de octubre en mi viaje a Venezuela: bailamos merengue Damirón, nos disfrazamos y nos burlamos de la gente que se burla del ridículo. Me regaló un anillo y un pantalón. Era literalmente imposible salir de casa de mi tía sin los brazos llenos de regalos y si ella no tenía algo especial, no tenía ningún reparo en buscar entre sus cosas, sus alacenas y vestirte de nuevo con su ropa y cargarte con su mercado.

Una de las dificultades mayores que yo encuentro cuando se pierde físicamente a alguien es renunciar a los planes. Por eso es tan difícil cuando muere alguien muy joven. Por eso es tan difícil para mí la partida de mi tía ¡teníamos tantos planes!

Ella vendría a visitarme y a pasarse unos días aquí  conmigo, en Minneapolis. Me iba a preparar un mondongo y un sancocho de gallina de esos monumentales que saben a puro amor concentrado. Yo le iba a mostrar el bosquecito, la iba a consentir, comeríamos chocolates escondidas y con suerte veríamos unos venados.

¿Quién sabe? Tal vez el zorro que vi no fue una coincidencia. Tal vez mi tía con sus maneras locas y divertidas vino a avisarme ella misma que no me preocupara tanto por los planes. Los sueños siempre te llevan a donde quieras.

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