(Dedicado a Madame Zabonga)
Hace tiempo, yo estaba una vez en una clase y de pronto me di cuenta con sobresalto de que era mediodía. Eso pasó en los tiempos en los que yo me creía súper heroína, aunque jamás me dieron la capa y mi hijo (hoy un adulto) todavía estaba en la escuela primaria.
Cada quien haga su propia versión pero, para mí, la súper-mujer codependiente atiende la casa, estudia, trabaja, hace las compras, se ocupa de familiares y amigos con frecuencia exigentes, ingratos y maltratadores, se hace cargo de los proyectos dementes de otras personas (en mi caso, una casa en eterna construcción), tiene sus propias causas de justicia (algunas de ellas también demenciales) y se inmiscuye en donde quiera que haya algo sin resolver,
No hay que ser adivina para anticipar que yo hacía todo esto esperando resultados maravillosos, que la gente me agradeciera mis esfuerzos y me percibiera como una persona inteligente, amorosa y paciente, amén de lucir fresca, bien arreglada y llena de energía…todo el tiempo.
Con frecuencia, yo llegaba tarde a buscar mi hijo a la escuela pues -se imaginarán- que el plan nunca funcionó y la capa de súper mujer nunca me llegó. Para ese entonces, el colegio de mi hijo había advertido a los representantes que, después de cierta hora, las maestras de guardia dejarían a los niños en la calle y sin supervisión. Perlas de abuso y negligencia que no enfrenté porque sentía vergüenza de ser una de las madres “siempre retrasadas”. (Tiempo después, mi hijo me confesó que sus mejores momentos en la escuela fueron los que pasó esperándome con sus amigos que también esperaban).
Pero volviendo a mi momento de sobresalto, absorta como estaba en la interesantísima clase, de pronto me di cuenta de la hora y entré en pánico. Se suponía que la clase terminara a las once y media, ya era mediodía y con el tráfico no habría manera de que yo llegara a tiempo. Mi mente catastrófica empezó a imaginarse a mi hijito en la calle, víctima de depredadores infantiles o atropellado por un carro o, en el mejor de los casos, llorando porque su irresponsable madre ¡otra vez! lo dejó tirado.
Mi profesora, por su parte, era una mujer por la que yo sentía gran simpatía y de hecho la clase se estaba desarrollando de una manera apasionante, razón por la que no me di cuenta del tiempo. Sin embargo, era una clase pequeñita y retirarme de golpe me parecía grosero. Por unos segundos ¿quizás un minuto? me debatí entre interrumpir y disculparme o simplemente pararme y salir corriendo. En eso, la profesora me dice “Si tienes algo que decir, dilo, Maru. Yo sé que estás en descuerdo con lo que explico pero ¡me estás matando la clase con esa cara de angustia!”
Yo no sé si esa profe es codependiente, lo que sé es que yo he estado en su posición millones de veces con mi mente codependiente: percibiendo una mala vibra y creyendo equivocadamente que tiene que ver conmigo. La razón por la que uso este ejemplo es porque puedo dar testimonio cierto de lo que yo estaba pensando, de lo que significaba mi cara de angustia y del malentendido.
Los codependientes tenemos una sensibilidad extrema a las energías emocionales y una absoluta minusvalía para reconocer los hechos. Entonces cuando percibimos que alguien alrededor de nosotros está pasando por un mal rato de inmediato nos sentimos responsables, incluso culpables. Esto se traduce en pensamientos egocéntricos como “¿Qué estoy haciendo mal? o ¿Por qué esta persona me quiere atacar? En pocas palabras: egocentrismo codependiente. Todo lo malo que percibo ¡tiene que ver conmigo!