Jo jo jo Cuatro Mujeres y Yo

La vida me ha enseñado que los peores arrepentimientos son por lo que se deja de hacer, no por lo que se hace y resulta un desastre.

En la navidad del 2019, yo tenía unas ganas inmensas de ir a Venezuela y una evidencia abrumadora de que no debía. Todo parecía estar en contra excepto mi deseo de estar en Mérida con mi familia y mi amiga Emilia. Ya ella había estado grave en otras ocasiones y en varias ocasiones nos habíamos despedido. Sin embargo, de alguna forma esta vez era diferente.

En dos oportunidades compré los tickets, a unos precios exorbitantes y con unos recorridos y conexiones dementes y aun así me devolvieron el dinero. No me podían garantizar la llegada a Venezuela. Además el transporte dentro de Venezuela era un acertijo con la escasez de gasolina. Ante esta evidencia le dije a mi esposo, Brad:

-¡Ya basta! El Universo me está diciendo claramente que no debo ir. Quizás pueda intentarlo para marzo cerca de mi cumpleaños.

No sabía que se trataba de otra hermosa ocasión de rendir mis certezas.

Fueron días de intensa meditación y oración para que Dios me ayudara a aceptar… y sin embargo la idea no me abandonaba. La inquietud de seguir buscando maneras de ir seguía de una forma rara que no era obsesión sino como algo que yo sabía que debía seguir intentando.

Una vez más, probé y conseguí un pasaje descabellado: 48 horas -y viajando sin maletas- pero me garantizaban que llegaría y no necesitaba visas. De pronto se me hizo claro lo que debía hacer: mandar lo que quería llevar por barco e irme ligera.

Recuerdo que Brad, me invitó a que lo “pasara por programa” porque a él le parecía que ya habíamos acordado “soltar” el tema y allí estaba yo nuevamente insistiendo y aceptando lo inaceptable. Tenía 24 horas de gracia para arrepentirme y que me reembolsaran el dinero.

Quienes trabajamos los Programas de 12 Pasos llamamos “pasar por programa” usar las herramientas del Programa (la más inmediata el padrino o la madrina) e invitar con ello a otro grado de conciencia en la toma de decisiones. La respuesta de mi padrino fue contundente:

– La vida me ha enseñado que los peores arrepentimientos resultan por lo que se deja de hacer, no por lo que se hace y resulta un desastre. Si yo fuera tú, no dudaría y me iría.

La decisión estaba tomada.

De inmediato empezaron a aparecer milagros. No sólo podría ver a mi hijo y hermana que viven en Mérida. Mi hermanita Yen, con su hermosa familia y mi hermano Gustavo y mi sobrino Coqui también pasarían la navidad allí.

Para que se comprenda la dimensión del milagro, Yen vive a 12 horas de Mérida y viajaba con tres niños pequeños (en un momento en que no se podía viajar) y Gustavo vivía en un punto aún más remoto y estaba de tránsito porque se iba a vivir temporalmente a México.

Todo empezó a caer en su lugar. Aparecieron puntos de hotel de mi esposo para quedarme una noche en Maiquetía. Pasajes para conectarme de inmediato a Mérida. Maneras para enviar mis maletas por barco pues cuando voy a Venezuela quiero empaquetar el mundo y dejarlo allá entre mis amores. Lo más importante: Emilia se entusiasmó.

Llegué el 23 de diciembre y partí de inmediato hacia la capital en un autobús muy correcto y seguro. Esto puede parecer un detalle trivial pero – aunado a la carestía de transporte- quienes conocen el aeropuerto de El Vigía (y la montaña rusa que lo conecta a la ciudad de Mérida) saben que a veces se necesita tener audacia de deportes extremos para hacer el viaje desde el aeropuerto dependiendo del chofer que se proponga batir nuevos records de velocidad.

Un ángel me prestó su teléfono móvil para llamar a Isabel quien me informó que Emilia seguía declinando pero cada media hora preguntaba ¿ya llegó María Eugenia? El autobús hasta se desvió de su camino para dejarme en la mera puerta de la casa.

Allí estaba la familia de Emilia, entre ella, cuatro mujeres con quienes viviría momentos extraordinarios: mi hermanita Isabel, como me gusta llamarla. Dadas las condiciones, se me ocurre que Isabel estaba en representación de los hijos de Emilia su más preciado y loco amor. También estaban Jackie y Jenny, sus amadas sobrinas e incansables guerreras y Mariel, representando el cariño de los muchos nietos de Emilia que pudieron estar solamente con el corazón.

Nos abrazamos, nos echamos los cuentos, nos maravillamos. Antes de siquiera ducharme me dieron cafecito de las Carreños (el único que todavía tomo con un punto de dulce) y nos sentamos a echar cuentos con Emilia. Le reproché que nos dejara sin el Manual de Carreño escrito por la verdadera estilista de los modales y ella me habló de todo lo que había aprendido a soltar y de lo extraordinario que le resultaba mi fe.

Fueron cuatro días de mucha ternura y de mucha logística para poder dividirme entre mi familia y La Carreñera donde estas cuatro mujeres se multiplicaban para atender no solamente a Emilia sino a los familiares y amigos en espera del desenlace.

Emilia, como siempre, tenía sus asuntos en orden pero las noches eran muy intensas porque era cuando más la atacaba la dificultad para respirar. Solamente me quedé una noche de guardia con Jackie y para ello tuve que amenazarlas porque a pesar del agotamiento estas cuatro mujeres no querían ceder su lugar al lado de esta extraordinaria madre, tía y abuela. Hubo muchos falsos arranques, momentos de incertidumbre y muchos cuentos. Muchos cuentos todo el tiempo.

A pesar de que Emilita estaba extremadamente delgada, recuerdo su peso como algo imposible. Dos mujeres armadas con trucos de Jenny, la sobrina fisioterapista, y nos veíamos en dificultades para reclinarla o siquiera darle la vuelta en búsqueda del alivio inalcanzable.

La noche del 25, que fue la que me quedé de guardia, Emilia tuvo una crisis tan intensa que Jackie me delegó llamar a la familia porque creíamos que el desenlace había llegado. No pude porque las maniobras requerían nuestra fuerza conjunta. Allí seguimos de rodillas en la cama -como en una Piedad viviente- orando porque Emilia encontrara la mano de su amor, el señor Julio, y que la guiara hacia la otra dimensión sin tanta resistencia y sufrimiento.

El barullo, sin embargo despertó el ligerísimo sueño de las otras mujeres quienes juntaron su sobresalto con cirios y lágrimas para unirse al solemne misterio que estábamos presenciando. Cuando de pronto Emilia paró de toser. Sorbió una ruidosa bocanada de aire y con su hermosa voz de contralto exclamó:

 – “Jo, jo, jo ¡Feliz Navidad!”

Jackie y yo sudorosas y de rodillas en la cama miramos atónitas a Mariel, Jenny e Isabel quienes no podían cerrar la boca. Y luego, a Emilia.

– ¿Estás bien? ¿Ya puedes respirar? – pregunté yo con esas preguntas obvias y torpes que uno hace cuando no entiende nada.

-¡Claro que puedo respirar! -respondió Emilia con una elegantísima picardía – Si no ¿cómo estaría haciendo de San Nicolás? ¡Es Navidad! No debemos olvidar cómo reír.

Y allí estábamos estas cuatro mujeres y yo riendo y llorando a la vez mientras veíamos a Emilia sumirse en un agotado sopor.

Emilia falleció -fiel a su palabra de no hacerlo el Día de los Santos Inocentes- el 27 de diciembre. Hoy hace un año. ¡Y qué año éste 2020! ¡Cómo hemos podido usar ese “jo jo jo” una y otra vez! Por eso quería regalarle esta historia a todos los que no pudieron estar físicamente con nuestra Emilita y resumir lo que este difícil año nos ha enseñado a sangre y látigo: nunca arrepentirnos por algo que no intentamos.

En cuanto a las cuatro mujeres y yo, sé que el destino nos reunirá nuevamente. No sé cómo ni cuándo pero sé que lo vamos a intentar.

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