Dicen los investigadores que la vergüenza tóxica es uno de los sentimientos más intensos y dolorosos que puede experimentar una persona. De hecho hay evidencia de que se procesa en el cerebro límbico y se parece en intensidad al miedo a morir. Se trata de una emoción debilitante y peligrosa porque duele tanto que quien la experimenta es capaz de cualquier “desquite”, justo o injusto, con tal de salir de ella.
Una reacción común a la vergüenza tóxica, por ejemplo, es salirle con una bronca a alguien que tenga que aguantársela y, tristemente, casi siempre se trata de alguien frágil. Por eso es necesario reconocer esta emoción y aprender cómo salir de ella sin crear nuevas “víctimas”. Al final de este largo post ofrezco seis instrucciones que me han funcionado basándome en las evidencias de Brené Brown en sus investigaciones de emociones de autorreflexión: vergüenza tóxica, vergüenza común, culpa y humillación.
Una vez, mi esposo tuvo una emergencia médica que ¡afortunadamente! no pasó de alarma y un par de días de hospitalización. Debido a eso estuve unas horas en el área de emergencia, hasta que me solicitaron algo que me obligó a salir. Cuando quise regresar, me di cuenta de que no sabía cómo hacerlo. Me sentí como el personaje de “Tu rastro de sangre en la nieve” – el penetrante cuento de García Márquez- en el que un joven bogotano pierde a su esposa en un hospital parisino.
Traté de calmarme y noté que había una empleada -obviamente ocupada con una fila de pacientes- en una ventanita junto a la puerta interna de la emergencia y nadie más a quién preguntarle. En eso, veo que otro visitante le hace un gesto con el número tres y ella abre la dichosa puerta. Me di cuenta de que por allí se pasaba al área de los cuarticos en la que estaba mi esposo.
En lugar de colarme, pensé que era más respetuoso repetir lo que vi por lo que traté de llamar su atención mostrando con mis dedos el número del cubículo que buscaba. Entonces, la mujer me habló por el micrófono: “Señora, atiendo a los pacientes por orden de llegada. Muestre respeto y espere su turno.” Su tono fue tan agrio y el volumen tan desproporcionado que algunas personas en la fila le indicaron a ella que yo sólo necesitaba que abriera la puerta y otros me miraron con simpatía.
¡Ah! ¡El poder de los porteros de hospital! Lo he visto tantas veces, esa reafirmación, ese placer que da a alguien que se siente como un pobre diablo (en este caso diabla) y que puede decidir quién entra y quién no. Algunos porteros de discotecas sufren del mismo síndrome pero en el hospital el aguijón de poder debe ser más intenso pues ¿de qué no es capaz uno que tiene a su ser querido del otro lado de la puerta? La empleada de mi historia regañó a las personas que abogaron por mí, me miró con desprecio y abrió la puerta a otro visitante que pasó indicándole un número con sus dedos.
He escuchado muchas veces en el programa que mis sentimientos dependen de mis percepciones y pensamientos. Por ejemplo, si hubiera percibido que esta mujer se preocupaba por el bienestar de los pacientes habría esperado de buena gana. Sin embargo, la injusticia (dejó a otros visitantes pasar) y la desproporción de la amonestación – que otras personas notaron – creó, en cambio, una situación de humillación.
Comúnmente la humillación tiene un componente de abuso de poder y por eso genera rabia e impotencia pero, curiosamente, lo que sentí fue vergüenza tóxica, es decir, unas ganas de desaparecerme, una urgencia de que la gente dejara de mirarme y un chorro de lágrimas que parecía no tener fin. Quizás la experiencia se combinó con los miedos de la emergencia médica de mi esposo. Sé que me sentí desnuda con la gente atestiguando mi humillación lo cual, seguramente, se conecta con situaciones similares no resueltas de mi pasado. Asuntos inconclusos, como los llama Melody Beattie.
La siguiente lista está basada en mi propia experiencia -y algunas sugerencias de Brené Brown- para resolver saludablemente episodios como el que he contado y desarrollar resistencia a la vergüenza tóxica:
- Reconocer el ataque de vergüenza por sus síntomas físicos. Algunas personas se sienten pequeñas, otras sienten que les hierve la cara del rubor, hay quien siente alacranes en el estómago o una lluvia fría por dentro. A mí me dan ganas de llorar, un hormigueo en la cabeza y un dolor punzante en el esternón.
- Identificar lo qué se necesite hasta que se pase el ataque. Yo, por ejemplo, necesito privacidad, respirar profundo y (detesto especialmente esta parte) unos minutos llorando.
- Ubicar la experiencia. La portera del hospital actuó inapropiadamente pero es crucial aceptar que la REACCIÓN EXAGERADA ES MÍA. Típicamente, cuando la vergüenza tóxica está desubicada se descarga con personas vulnerables: las parejas, los hijos, los alumnos, etc.
- Esperar para reaccionar, es decir, tomar correctivos necesarios luego, cuando se pueda con la cabeza fría. No es buena idea escribir cartas, definir límites, negociar situaciones y mandar emails cuando se experimenta un ataque de vergüenza tóxica.
- No mitificar el episodio y no demonizar a quien detonó la vergüenza pues de lo contrario se pierde el poder de transformar una experiencia dolorosa en una oportunidad de autoconocimiento. A veces actuar bajo la influencia de la vergüenza tóxica puede cambiar la balanza y hacerlo ver a uno como demente.
- Hablar del episodio con personas que puedan entender y sentirse conectadas con la experiencia. No ayuda la gente que señala que la vergüenza exagerada no es normal o los “le hubieras dicho”. Mejor que una salida aguda o sarcástica es sentirse libre de la experiencia sin dejar un reguero de dolor en el camino.
Este post es, para mí, la ejecución de esta sexta recomendación pues sé que no soy la única víctima del poder de “portero de hospital”.