
Hoy lloramos y celebramos a Emilce con una paradójica mezcla de tristeza por su partida prematura y agradecimiento por su intersección en nuestra vida.
Hubo un tiempo en que fuimos muy cercanas, cuando trabajábamos en una de nuestras pasiones; la enseñanza de la escritura. Luego la vida nos llevó por diferentes derroteros y últimamente quedamos en contacto más que todo a través de los medios sociales.
La Emilce que yo conocí no publicaba fotos de sí misma, así que me sorprende mucho ver su imagen en Facebook, en recordatorios de quienes evidentemente la quieren y la lloran. Las más recientes muestran su cabello robusto, sanísimo y desafiante decorado con más de esos hilos de plata que nunca calificaron como canas.
Con todo lo que se ha dicho, es redundante que me extienda en ejemplos sobre sus dones como profesora o activista, su disposición a asistir a quien estuviera pasándola mal, su fe en el arte o su talento para crear clases que pudieran mejorar la vida de la gente.
Cuando nos hicimos vecinas en Uptown, frecuenté más su hogar en el que no sólo cocinaba delicioso sino con mucha curiosidad por platos de otras culturas. Era la clase de anfitriona que calentaba la tacita antes de servir un café de intenso aroma y que te enseñaba a preparar quínoa mientras te contaba los misterios del grano sagrado. Y si de consentidora se trata, mi hijo Aureliano puede relatar mejor las veces que Emilce lo alcahueteó con sus planes adolescentes.
A mí me gustaba invitarla a desayunar sin mucha ceremonia -la más de las veces en una corredera- como se vive aquí en Estados Unidos, especialmente cuando se trabaja y estudia al mismo tiempo. Recuerdo que le encantaban las arepas y los huevos “perico” y me proponía ideas basadas en sus aventuras con comidas somalíes o armenias. Luego nos íbamos a clases en su carrito blanco que estoy segura mucha gente recuerda por sus oportunos servicios.
Otras veces, cuando yo sentía que mi apartamento reflejaba el descuido de una vida agitada, le pedía que me recibiera en su hogar para impregnarme con detallitos de plantas, fotos de sus cariños, entre otros su mamá, sus sobrinos y su adorada sobrina nieta. Sus pañuelos y pañoletas me inspiraban por su arte democrático entre atuendos y rincones.
Una vez, me invitó a que diera una charla en la Universidad de Minnesota sobre los conectores del texto escrito, esa suerte de “señales de tránsito” que usamos para preparar al lector a seguir los ejes y giros de nuestras ideas. Asistió muy poca gente, pero la pasamos tan rico que nos quedamos especulando sobre otros posibles temas que -lo más probable- nos interesarían a nosotras y otros pocos nerdos como nosotras. Desde esa vez, cuando rectifico un texto buscando un conector como “por eso”, “aunque”, “así mismo” o “sin embargo”, Emilce me hace un guiño con su fascinación por la palabra.
A pesar de que sin desear extenderme me extendí, quiero compartir un recuerdo que supongo su gente no conoce. En una ocasión, estábamos hablando de nuestras experiencias como emigrantes y las diferencias que experimentábamos trasplantadas a Minneapolis, ella de su Jujui querido y yo desde Mérida, la de Venezuela.
Le contaba lo mucho que me fastidiaba -en las clases de español- el estereotipo de la “familia hispana extendida” representada como gente conviviendo en racimos apretados. En mi opinión, esos perfiles eran convenientes para el vocabulario pero inexactos desde la variedad de las familias en el mundo.
Emilce no compartía mi punto de vista. A ella le encantaba la idea de la familia extendida y -de hecho- empezó a contarme de su infancia con los primos, los juegos, las risas, las tartas de la abuela en el asadito de los fines de semana. Una evocación muy querida para ella de toda la familia disfrutando y colaborando, casi-casi como las imágenes que yo cuestionaba.
Los argentinos llaman “asado” a lo que los venezolanos llamamos “parrilla”, es decir, esa suerte de fiesta cocinando carnes en algún artefacto con rejilla, casi siempre al aire libre. El diminutivo “asadito” vendría, estoy segura, por el recuerdo afectuoso.
Yo, que vengo de una familia divertida pero explosiva, me imaginaba un “asadito” que podía terminar igualmente con un atracón de risas y carnes o con un malentendido, cancelación, injurias y arrepentimientos. Francamente, no me identificaba con esa tierna nostalgia por las reuniones de la familia extendida.
Sin embargo, Emilce, con su idealismo por defecto, suponía que yo echaba de menos “los asaditos”, así que estuvimos estira y encoge en el diálogo hasta que tuve que salir del clóset: No, mi familia no contaba con esa estabilidad en la expresión del cariño y no, yo no extrañaba los “asaditos”. Al final, le di unos ejemplos de mi experiencia con “asaditos familiares”, le enseñé el venezolanismo “prenderse un peo” y ambas terminamos desternilladas de la risa.
Como el cuento era tan bueno, en mi próxima visita a Venezuela, lo compartí con mis familias quienes lo adoptaron jocosas. Eso pasó en el 2006, y desde entonces, cada vez que la tensión nos visita mientras organizamos en familia algo-a-muchas-manos, basta que alguien recuerde “el asadito” (con acento argentino) para que se esfume la mala baba y triunfe el humor y la tolerancia.
La expresión del “asadito” se regó como pólvora no sólo entre mi familia sino entre amigos y amigos de amigos. Justamente, la navidad pasada la escuché de unos extraños “¡cuidado! que ya está por formarse el asadito venezolano”.
Y es así que quiero recordar a Emilce. Con su afecto gigantesco y a toda prueba por su familia, la diversidad y la justicia. Especialmente, quiero honrar su memoria con esos misterios del amor que hacen que venezolanos -que no conocieron personalmente a la argentina del “asadito”- hoy eleven una plegaria por su descanso eterno. Brille para ella la luz perpetua.