En la película Babel, unos pastorcitos marroquíes atesoran envoltorios de chucherías descartados por los pocos turistas que se aventuran en el desierto. Para estos niños esas basuras son pequeños tesoros. Admirarlas –como quien colecciona arte– forma parte de su precario descanso cuando se guarecen del árido calor en unas cuevitas.
Nosotros, criaturas del desperdicio moderno, apenas reparamos en estos envoltorios. Son solo materiales sin alma que un día vistieron golosinas y ahora deambulan por playas y carreteras como fantasmas ubicuos. Se adhieren a los arbustos, reptan por las cunetas, flotan en el agua con la indolencia de saber que estarán allí por siglos. Siguen su lenta descomposición, infiltrándose en la arena, en los peces, en nosotros mismos.
Hemos intentado reinventar estos plásticos con tecnologías avanzadas para producir ladrillos, tejidos, madera artificial. Sin embargo, todas estas soluciones requieren el uso de máquinas que no son accesibles a las comunidades pobres, que ¡adivinen! tienen menos información o recursos para limitar el uso de bolsas plásticas desechables.
El problema, pues, sigue vivito y coleando con la pésima y popular idea de usar las bolsas plásticas de la compra para recolectar basura sin clasificar.
Pero cuando la desesperanza ataca, el arte viene al rescate, como me mostró recientemente mi hijo con algunas de sus creaciones basadas en el reúso de bolsas plásticas y envoltorios como materiales artísticos y también como ingrediente de artefactos decorativos y utilitarios.
Como toda idea genial, la técnica es muy simple: las bolsas plásticas se usan como recubrimiento de alambres y entonces sus colores brillantes y propiedades indestructibles retoman su bondad. Así pueden crear piezas para cielo-rasos increíblemente bellos. O para anuncios publicitarios, etc. Aquí les muestro un par de fotos de una pared en la que se han usado estos alambres plastificados para crear señalizaciones:
Pero la genialidad no queda allí. El revés plateado de las bolsas de chucherías recobra su fascinación cuando se usan como materia prima de esculturas y otras creaciones tridimensionales como en la escultura de ballena de la foto.
En su taller de arte, Círculo de Dibujo, mi hijo y su esposa Liss modelan a sus alumnos un reúso práctico e inspirado para materiales que, de otro modo, serían basura.
No obstante, no todo son rosas: la recolección de las bolsas es laboriosa, pues deben estar ya inservibles y descartadas, aunque es preciso que también estén limpias. Y el trabajo es lento y va de a poco tal como merece la creación.
Pues resulta que hoy es el cumpleaños de mi hijo Aureliano, a quien quiero regalarle mi admiración. Contagiada del influjo artístico, me he puesto a soñar mientras escribo. Imagino una fundación que pague por bolsas desechadas, ofreciendo trabajo a comunidades desfavorecidas y limpiando el paisaje. Visualizo niños aprendiendo a tejer con ellas, encontrando en este proceso no solo creatividad, sino también meditación y conciencia.
Una vez que las bolsas plásticas y de chucherías retomen su naturaleza valiosa, ya no irán por ahí envenenando los peces, asfixiando matas y cactus que son especialmente alérgicos a las bolsas plásticas. En mi ensoñación, muchos niños aprenderán el valor meditativo del tejido usando la técnica de forrar alambres con estas bolsas otrora destinadas a destruir.
Tal vez llegue el día en que envoltorios y bolsas plásticas usadas dejen de flotar por los campos y mares, y en su lugar, embellezcan entradas, paredes y techos. Quizás, al igual que aquellos niños en el desierto, redescubramos la magia oculta en lo que damos por perdido.
¡Feliz Cumpleaños, Aure!