Cuentos y Terapia Respiratoria

Si hubiera que escoger un rasgo, entre los que definen a Emilia Carreño, mi amiga, mi mentora yo diría que es su capacidad maternal.
Emilia cocinando paella.
Emilia cocinando una paella digna de dioses con motivo de mi cumpleaños.

Cuando yo tenía 12 años, era una buena alumna  y una pésima deportista. Mi mejor amiga  ¡teniendo novio grande!  (nada menos que un “señor“ de 18 años) comenzó un romance con el chamito que ella sabía que me traía de cabeza. La profesora de química me odiaba abierta y oficialmente, después de que yo -sin querer- la asaltara con un paraguas que trataba de arrebatarle a mi hermana Aimara.

Ese año fue difícil. Habían inaugurado un “Tropiburguer”  a un par de cuadras del liceo en el que yo estudiaba. Era, si recuerdo bien, una de las primeras hamburgueserías de Caracas, la ciudad en la que nací, y lugar obligado de todos los adolescentes “fumadores experimentados”  de mi escuela. Una absoluta prohibición para mí.

El año escolar pasado había terminado trágicamente. Mi mejor amigo, Siro, un pelirrojo cubierto de pecas y gran entusiasta de cuanta historia fantástica yo escribiera,  había muerto de una forma tan ridícula como improbable mientras se escapaba a un juego de béisbol tras el único examen final que presentó en su vida.

Él como yo, siempre eximía las materias y, como yo, tenía terminantemente prohibido irse a cualquier otro lugar después de salir de clases. Ése aciago julio decidió desobedecer y -para rendir la travesura y llegar más rápido- saltó un muro, caminó por el techo podrido de una casa vieja y cayó arrastrándose, sin saberlo, el corazón de su mamá quien murió de pena poco tiempo después.

Ese año, por si fuera poco, Mariaedu, una de las “chicas malas” del Tropiburguer quien no sólo tenía novio grande ¡con carro! sino que incluso, se rumoraba,  era capaz de escaparse para la playa en plenos exámenes, me pidió un favor.

Mi alma estaba tan agraviada por la muerte de mis mejores amigos (una simbólicamente por traidora y el otro en la realidad por ingenuo) más la pesadilla de la profesora que me odiaba, que yo acepté ávidamente el encargo de Mariaedu y su pandilla, a pesar de que hasta entonces ellos no parecían enterarse de mi existencia.

Mariaedu, con ese descaro que la caracteriza (terminamos siendo buenas amigas y ahora la conozco) declaró que confiaba en “su amiga Maru” con los ojos cerrados para el escrito o “redactación” como lo llamó pomposamente.

Se trataba de escribir una carta, burlándonos de un chico de nuestra clase que yo apenas conocía. La víctima se llamaba Nemes, me acuerdo. Altísimo como una mata de coco y con actitud bonachona, creo que era extranjero ¿quizás de un país árabe? porque no hablaba muy bien el español. Con esa ocasión, me enteré de que mis compañeros sabían de mis dotes como escritora y también supe que confiaban en el poder destructivo de la palabra.

Todavía ignoro porqué el pobre Nemes merecería tal “atención” pero sí sé que, en el lugar oscuro y triste en el que mi corazón se encontraba, me alegré de que “los chicos malos” me necesitaran por mi talento, así que puse manos a la obra y escribí una pieza tan llena de veneno como de necesidad de que alguien reconociera que yo valía algo. Ese fue mi primer y, hasta ahora, único trabajo para una mafia.

La carta fue decomisada por (¡adivinen!) la profesora de química y toda la aventura terminó con una citación de la directora del liceo a mi mamá y a la mamá de Mariaedu.  Yo, genuinamente, pensaba que me iban a arrancar la cabeza y a exponerla en una plaza mayor. Pero no, todavía evoco perpleja cómo los adultos que debían reprenderme apenas podían contener la risa al referirse a la carta ¡Hay que ver que el sarcasmo y la crueldad pueden encontrar su público!

Así conocí a Emilia, la mamá de Mariaedu, quien se convertiría en una amiga de toda la vida, protectora y mentora a quien admiro y quiero de una forma que las palabras no pueden expresar y que hoy está en cama malita. Hoy he madrugado para contarle un cuento (o dos o tres) que le debo como testimonio de mi cariño.

Francamente, no me acuerdo de Emilia durante la citación por la carta inicua pues yo estaba aterrada. Extrañamente, el mal comportamiento crónico de Mariaedu fue mi salvación y, posteriormente, mi pasaporte para grupos de trabajo en los que nos reuníamos a conversar de temas adolescentes ¡importantísimos! sin ninguna relación con el trabajo escolar y bajo la descarada premisa de que la tarea “Maru la escribe luego”.

Mi primer recuerdo de Emilia pasó en la mansión de El Paraíso, su residencia en Caracas, en la que nos juntamos un par de veces. La recuerdo como una señora elegantísima, distante, aunque muy buena anfitriona y muy respetuosa de nuestro espacio como niños que éramos.

Entonces la vida pasó, no nos vimos más por unos años y yo  terminé graduándome como psicopedagoga.

Practicando la huida, mi mecanismo favorito de protección, encontré trabajo en una humilde escuelita en un valle andino lo más remoto que pude encontrar de Caracas. Confieso que cuando me dieron mis credenciales, me asusté. La funcionaria me informó que la escuela estaba en una localidad muy pobre llamada “Lo oscuro” y me deseó buena suerte con una mirada intrigante. Yo tenía 19 añitos, una gran arrogancia para ocultar lo muy asustada que estaba y una idea muy imprecisa de cómo vivir.

Luego supe que el lenguaje me había jugado una mala pasada. El barrio, en realidad, se llamaba “Los Curos”. Curos es, en el dialecto andino de la zona, lo que en Caracas llamamos “aguacate” y en otras zonas se conoce como “palta”. La localidad era absolutamente rural, pintoresca y se conocía por tener muchos árboles de aguacate: los curos.

Mi primer día de trabajo, me presenté disfrazada de desenfado y experticia. No tenía idea de lo que me esperaba y,  aunque en ese momento no lo pude reconocer como tal, los hilos de la Providencia me iban mostrando amor y protección infinita ¿Quién hubiera podido adivinar que en esa minúscula escuelita, en los remotos Andes, trabajaba Emilia como maestra ¡sí! ¡Emilia, la mamá de Mariaedu!

Desde el primer día me adoptó como lo que yo era, una gata perdida, pero lo hizo con tanta gracia que incluso me convenció de que estaba entusiasmada con mis conocimientos profesionales.

Recuerdo cómo desde el primer día y con esa generosidad que se le da tan natural, me invitó a su casa y nos fuimos en su elegante y distintivo, Mercedes Benz, un vehículo que, en esa pobre localidad estaba completamente fuera de lugar, pero que en manos de Emilia resultaba una extensión natural de su garbo.

Cuánto lamento no tener las notas de mi diario de esos días en los que detallo lo mucho que me impresionó su don de gentes, la espontaneidad de su casa sólida, hermosa y sin pretensiones, con un piano y una vitrina llena de cristal de baccarat  y porcelanas exquisitas, con un patio en el que campeaban impresionantes mazos de orquídeas. Recuerdo lo mucho que me inspiró su conversación salpicada de información deslumbrante, aderezada por el mejor café colao que todavía tomo cuando voy a visitarla.

Emilia es una mezcla de filóloga, Martha Stewart, historiadora, chef, Robinson Crusoe, Scannone y guía de protocolo empaquetada en un cuerpo de maestra. Ella puede escribir un Manual de Carreño, mucho más moderno, sensato y  práctico que el original manual de modales. Y porque el universo ama las coincidencias, su apellido de casada es Carreño. Yo me reprocho nunca haber tenido la disciplina de sentarme a escribir este manual cuando ambas vivíamos en Mérida, la de Venezuela.

La sabiduría de etiqueta y buenas maneras de Emilia, sus conocimientos epicúreos sobre la comida, un territorio en el que siempre reinó con soltura, su glamour de viajera, más su voracidad como lectora de todo lo que cayera en sus manos habrían estado fuera de lugar en una escuelita como en la que trabajábamos si todos estos talentos no hubieran estado aparejados con su gran corazón y sentido del humor.

Para mi sorpresa, Emilia nunca desdeñó a Corín Tellado y por ella conocí las novelas de romance rosa de Danielle Steel lo cual me hace sospechar que Emilia siempre tuvo una afinidad oculta por el romance y el drama con final feliz. Quizás en parte porque viene de una familia de 12 hermanos y ella siempre ha sido un bastión para su familia tanto de sangre como política, así que drama nunca ha faltado a su alrededor y raramente con final feliz.

Ahora que está en cama y necesita cuentos e historias se me agolpan tantas y tantas que no va a ser posible en una sola entrega.

Pero si hubiera que escoger un rasgo, por encima de todos los que embellecen y definen a ese ser iluminado que es Emilia Carreño, mi amiga, mi mentora, mi buen ejemplo, yo diría que es su capacidad maternal.

Emilia es la quinta esencia de la madre, de la abuela y de la bisa, como la llaman sus bisnietos. La he visto sufrir más allá de lo razonable con las heridas que la vida en términos de la vida ha impuesto a su prole y ella misma ha confesado que su amor desmesurado por sus hijos ha tenido facetas sacrílegas.

Y como la vida es implacable, en estos últimos tiempos le ha tocado no sólo perder físicamente al amor de su vida y padre de sus hijos -el pantagruélico y delicioso señor Julio, que en paz descanse- sino testimoniar la enfermedad y dura recuperación de una de sus hijas, mi hermanita Isabel, quien la cuida mientras mira a los médicos derrotarse perplejos sin saber qué le pasa a nuestra Emilia.

Y como Emilia está malita y está en cama y necesita historias y yo soy una asomada sin filtros que cree ver lo que es invisible a los médicos, me voy a atrever a hacer un diagnóstico: Emilia tiene una hipoxia de progenie y conste que el nombre farullero lo he buscado especialmente para entretener su gran pasión por las palabras y la etimología.

Dicho de otro modo, la lejanía física de sus hijos, nietos y bisnietos le está reduciendo a mi Emilita su capacidad para respirar. Ojalá las historias y los cuentos sean como esos tanquecitos de oxígeno que ahora los abuelos llevan como carriones y ojalá que su prole encuentre el tiempo y la manera de contarle a nuestra Emilia lo mucho que la quieren. Así sea emprestando los servicios de una escribidora como yo dispuesta a trabajar por segunda vez en su vida para una mafia.

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