“Ya mami está en paz” fue el mensaje por el cual supe que Elizabeth, la mamá de mi sobrina Laura Elena, descansa libre de la prisión en que se convirtió su cuerpo en los días pasados.
Conocí a Elizabeth varios años antes de que Laurita y mi hijo Aureliano (los dos primeros nietos por el lado de mi familia) aparecieran en escena. Elizabeth era la rubísima novia de mi hermano mayor, Vladimir. Ambos estudiaban ingeniería agrónoma en Maracay y, si recuerdo bien, nunca les faltaron pretextos para parrandear, cantar, pasear por las hermosas costas del estado Aragua y practicar su amor por la naturaleza en la selva que era el Parque Henry Pittier.
Ahora que lo pienso, Elizabeth fue la única “novia” que le conocí a mi hermano en el sentido que fue la única -que yo sepa- visitó a la familia bajo ese calificativo. Mi papá la quiso mucho y ella siempre tuvo una relación muy cómplice y dulce con mi mamá a quien le gustaba echarle en cara sus orígenes canarios -como si se tratara de una debilidad- a lo cual Elizabeth siempre respondía con una gracia admirable. Todos la adoramos cuando nos regaló a Laurita, justo tres meses antes que viniera al mundo su primo Aure, mi hijo.
Elizabeth pasó su luna de miel en Mérida (la de Venezuela) en donde yo vivía. Como regalo de bodas le preparamos la mejor habitación en la casita de campo en la que vivíamos para el momento y le regalamos una vajilla de barro cocido hecha en el pueblo de Aguas Calientes de Mérida.
Creo que ella -como yo- era una citadina con un profundo amor por la vida de campo idealizada. A diferencia de mí, Elizabeth llevó ese amor hasta sus últimas consecuencias estudiando profesionalmente agronomía.
La casita de la luna de miel era exactamente eso: una idealización del campo en medio de todas las comodidades de una pequeña ciudad universitaria. Teníamos jardín y huerta con árboles de pomarrosa y mango rebosantes de helechos. De los vecinos, teníamos gallinas y patos prestados a quienes alimentábamos sin el compromiso de poseerlos por el puro placer de tener un corral sin consecuencias.
Una de las habitaciones estaba atiborrada de estantes con libros de arte, historia, literatura y lingüística. Incluso teníamos un tallercito de cerámica, modestísimo pero suficiente para jugar a que trabajábamos con las manos. Y la cocina rebosaba con utensilios tradicionales de la región andina que Elizabeth, fiel a su estirpe canaria, disfrutó mucho en estos días de su luna de miel.
En un pestañear ha pasado la vida y en esos avatares incomprensibles Elizabeth enfrentó y venció al dragón del cáncer para irse más tarde, en una especie de retiro voluntario, a vivir sus años dorados -ella tan rubia y tan parsimoniosa- con su única hija, Laurita, quien es multi-talentosa y se residenció en la isla de Margarita en donde practica la creación en variadas formas: turismo, fotografía, joyería…
La última conversación que tuve con Elizabeth fue a través de Instagram y ¡no podía ser diferente! fue sobre diversas clases de espinaca y hierbas aromáticas que sembramos en nuestras casas. No imaginábamos que el dragón acechaba y daría un zarpazo irrevocable justo antes de finalizar este año tan difícil.
Es cierto que cuando alguien querido muere, no hay palabras que sirvan de consuelo. Y sin embargo, no queremos -ni podemos- dejar de intentarlo. Cuando murió mi papá y yo regresé a trabajar, por ejemplo, temía el momento de reencontrarme con mis alumnos y colegas de la universidad por lo penoso que resultaba su deseo de mostrarme cariño y la imposibilidad de hacerlo sin involuntariamente reabrir la pena del duelo.
Sin esperármelo, las palabras de la decana de la Facultad en la que trabajaba hicieron una diferencia. Ella había sido mi profesora de fonética cuando yo estudiaba lingüística y ahora era mi jefa. No éramos amigas ni mucho menos. Aun así, como quien comparte un secreto muy sagrado, el día de la misa que mis colegas ofrecieron por el descanso de mi papá me tomó por un brazo y me susurro al oído “Nuestros amores no mueren. Cuando pase el dolor agudo, reencontrarás a tu papá en tu corazón. Así fue con mi mamá ¡Ya te acordarás de mí!”
Por supuesto que no le creí. Yo no quería una figura poética. Necesitaba a mi papá de carne y hueso para abrazarlo, hablarle y escucharlo. Para que me consintiera y para yo consentirlo. Mi reacción interna fue como la de Pin-pín, el hijito de una amiga quien con tres añitos y durante un campamento en una zona desértica se levantó a media noche queriendo que prendieran la luz. Su mamá pudo contenerlo prometiéndole una linterna y la luz de una vela pero a eso de las cuatro de la mañana Pin-pín llorando gritaba a todo pulmón “¡Yo no quiero una vela, no quiero una linterna. QUIERO QUE PRENDAS LA LUZ!”
Así mismo me sentía ¡No quería metáforas ni consejos QUERÍA A MI PAPÁ! No obstante, reuní todo el decoro disponible y le agradecí a la decana sus palabras simulando lo mejor que pude el torrente de lágrimas. Y lo olvidé como tantas cosas que uno olvida.
De tiempo en tiempo recordaba los gestos, las enseñanzas, el humor de mi papá y cada vez había más dulzura y menos dolor. Hasta el día en que, varios años después, ya viviendo en Minnesota, en medio de una tormenta de invierno y un momento difícil que yo estaba pasando, una mariquita roja de punticos negros voló y se posó en la manga de mi abrigo por un muy largo rato contra toda lógica con el clima. Con la misma improbabilidad y el mismo sentido del humor del que mi papá hacía gala a veces. Fue algo inesperado pero por primera vez lo sentí en concreto. Hoy lo comprendo: mi papá como Elizabeth solamente han cambiado de residencia. Ahora son libres y viven en nuestros corazones.